Claves para una buena regulación emocional

Es común que las emociones nos desborden. Las rabietas de los niños, críticas en el trabajo, exigencias cotidianas, tener que posponer cosas importantes para nosotros, pensar en lo que puede ocurrir en un futuro… La vida está compuesta de miles de situaciones que repercuten inevitablemente en todos nosotros.  Y es que las emociones no son más que eso, distintos conjuntos de sensaciones muy diferenciados entre sí, a los que agrupamos y ponemos nombre, y que son el resultado sistemático de la respuesta de nuestro cuerpo a un evento, interno o externo.

Cuando hablamos de eventos externos nos referimos a todas aquellas situaciones que ocurren en nuestro entorno. Los eventos internos, sin embargo, ocurren en nosotros, en forma de pensamientos, imágenes, recuerdos, anticipaciones o diálogos internos. Así, no solo sentiremos un miedo profundo cuando nos demos cuenta de que hemos perdido de vista a nuestro hijo de tres años en el súper e inmediatamente no demos con él; también sentiremos algo similar cuando lo recordemos y lo comentemos con otras personas, aunque el desenlace haya sido positivo. Como vemos, las emociones son nuestras compañeras inseparables y lo serán siempre. Y aunque por lo general son nuestras aliadas, a veces pueden abrumarnos y empujarnos a tener comportamientos de los que más tarde nos arrepintamos.

En este artículo os describiremos algunas claves para modularlas a nuestro favor, y sacarle todo el partido a nuestras acciones.

1. Las emociones son desagradables, no negativas. Todas las emociones tienen una función adaptativa. La ira nos ayuda a defendernos, el miedo a protegernos, la tristeza a asimilar la pérdida, la alegría a repetir patrones de bienestar… Todas y cada una de ellas nos ayudan a adaptarnos a las distintas situaciones que nos presenta la vida, ya que su único objetivo es que enfoquemos nuestra atención en el nuevo evento y desarrollemos una serie de acciones que nos devuelvan la normalidad. Aunque no por ello dejan de ser desagradables. Muchas son pesadas, dolorosas, nos generan malestar y en cuanto llegan queremos que se marchen. Pero la realidad es que si no fuese por ellas la vida sería mucho más complicada y extraña.

2. Luchar contra ellas nos lleva a sufrir más. Las emociones son inevitables y siempre son coherentes con eso que está pasando. Es decir, no hay manera de no sentirlas, y una vez lo hacemos, no hay forma de cambiarlas por otras. Si te despiden del trabajo de forma inesperada e injusta, una mezcla de tristeza, ira y miedo te embargará. Si te lo paras a pensar, esto es natural y coherente; ¿Cómo no sentirse así cuando ha ocurrido algo tan crítico, con tantas repercusiones? Sentirse así, además, es a la par que desagradable muy positivo, ya que nos ayuda a adaptarnos al nuevo contexto y a poner en marcha una serie de acciones para resolver nuestras nuevas necesidades. ¿Podría alguien pedirte que no te sientas mal si acaba de ocurrirte esto? Podrían hacerlo, por supuesto, pero en ningún caso conseguirían que te sintieses alegre y encantado con esta nueva situación. Intentar cambiar lo que sentimos, lejos de ayudarnos, incrementa y perpetúa nuestro malestar. Si focalizamos nuestras energías en cambiar lo que sentimos, en lugar de poner en marcha el conjunto de mecanismos que nos ayuden a adaptarnos, lo único que conseguimos es que se queden más tiempo, ya que no habremos permitido que cumplan con su objetivo. Además, como no habremos logrado se marchen, nos sentiremos frustrados y desesperanzados.

3. No son permanentes. Normalmente su duración puede oscilar entre los pocos minutos y las pocas horas, dependiendo de varios aspectos. Como apuntábamos en el apartado anterior, si dejamos que sigan su curso y nos enfocamos en adaptarnos a la situación, se esfuman como por arte de magia, dando paso a otras emociones asociadas a los nuevos eventos.

4. A menudo, sientes lo que piensas. ¿Cuántas veces al día te ocurren cosas desagradables? ¿Y cuántas piensas en cosas desagradables? La mayor parte de las emociones que sentimos están desencadenadas por nuestros pensamientos, no tanto por los eventos que nos suceden. Lo paradójico de la situación es que, cuanto menos quieras pensar en algo, más lo pensarás. Así que la solución a esta encrucijada no pasará por no querer pensar. Tampoco por querer distraernos con otras cosas, ya que estos pensamientos alternativos también pueden estar asociados a situaciones (que no están ocurriendo en este mismo momento) que desencadenan emociones desagradables, así que no solucionamos nada. Aquí una buena regulación atencional marcará la diferencia. Así, esforzarnos en focalizar nuestra atención en todo aquello que está ocurriendo ahora, en este momento, a nuestro alrededor, asumiendo las emociones que se evoquen y enfocando nuestra energía a resolver las situaciones de un modo beneficioso a largo plazo, podrá ayudarnos a disminuir drásticamente la cantidad de emociones desagradables Simplificando, se trata de sentirse mal cuando toca, no cuando dicta nuestro pensamiento automático y descontrolado.

5. Si dejamos que determinen lo que hacemos, a la larga perdemos. Lo que suele ocurrir es que en el momento en que sentimos una emoción desagradable, tendemos a poner en marcha una serie de acciones o bien para frenar o cambiar lo que sentimos, o bien para lanzárselo al que tenemos delante, al que a menudo atribuimos nuestro malestar. Esto mitiga por unos segundos la emoción, pero en la mayoría de casos enseguida volvemos a sentirnos mal. Y como nuestros actos tienen consecuencias, habitualmente no tardamos en arrepentirnos de lo que hemos hecho, empujados por una emoción que, como antes hemos comentado, acaba por marcharse. Y, sin embargo, las que se quedan de forma permanente son las consecuencias de esas acciones tan poco funcionales. Es fácil que en una discusión se suba el tono, se utilicen palabras desafortunadas, se digan cosas hirientes o se hagan muecas. Y más fácil es aun pensar que el responsable de ello es lo que sentimos o, incluso, la persona que tenemos delante que ha precipitado que sintamos lo que sentimos. Y la realidad es que el único responsable de ello somos nosotros mismos. Para entender esto hay que aprender a separar lo que sentimos de lo que hacemos. ¿Se puede estar enfadado y usar buenas palabras? ¿Se puede, aun estando muy, muy enfadado, buscar la forma de expresarnos con respeto? ¿Se puede sentir rabia y moderar el tono? La respuesta es positiva en todos los casos. Pero que se pueda, no implica que sea fácil, ni mucho menos. Sentir como sintamos, y actuar en función de lo que queremos conseguir, más allá de lo que sintamos, es un aprendizaje valiosísimo y muy escaso. De momento no es algo que se aprenda en la escuela ordinaria, y por lo tanto tampoco se enseña desde el núcleo familiar. Aun así, tenemos la posibilidad de integrarlo en nosotros y en nuestros hijos para convertir nuestras acciones en recursos valiosos que nos lleven a conseguir aquello que queremos, más allá de nuestras experiencias emocionales, también valiosas y a menudo desagradables, pero fugaces.

Mireia Valera

Psicóloga General Sanitaria. Especialista en Psicopatología Clínica i Terapia de Tercera Generación

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